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Agualuz

La cámara, una novedosa caja negra con lentes, captura la imagen de Maurice: anarquista de ojos pequeños y redondos; sus documentos indican 56 años, pero su carne todavía es dura. Cuando no parece estar divagando se muestra violento, por esa razón se encuentra bien atado a la silla y recluido en el asilo. Una garra de madera y cuero aferra su cabeza al asiento. Al recibir la descarga su rostro se desencaja, surge entonces desde las profundidades del dolor una máscara grotesca, inhumana. Tras el electrochoque Maurice es devuelto a su rincón. Incluso aturdido puede oler la mierda y escuchar los gritos y los porrazos.
Arriba, días más tarde, proyectan la filmación en una salita privada. La luz pasa por encima de las calvas académicas y atraviesa el humo de los habanos. Abajo, el agualuz corre hacia el desagüe del patio, forma un reguero luminoso y eléctrico que los guardianes evitan pisar.

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La orquesta del gulag

Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece.   Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.

Sueños al vacío

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