Los restos del reloj crujieron bajo sus pies, exhalando un jugo ligero y
nacarado. La cronófaga saboreó largamente el excepcional paladar —ni
dulce, ni acre, ni ácido, ni tampoco salobre— que los eones dejaban en
su boca. Con cada bocado, el escenario avistado desde el seco cerro se
vaciaba de tiempo; el sol, inmóvil, colgaba del atardecer sin ocultarse
tras los montes; la nube, el herrerillo, la encina y la hormiga; el
cigarral, que todo lo contenía, se apretaba contra un cielo azafranado y
sin aire. Rocío volteó la fotografía; en el reverso, escrito a mano:
Campos de Toledo, 1983. Había oscurecido sobre la ropa apilada en la
butaca y Rocío pulsó el interruptor, anudó su bata y se recogió la
greña tras la oreja. Era tarde y se apresuró a empuñar la plancha.
El tiempo... es también luz.
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