Contempló malhumorada el armario,
no podía abrirlo. Bajó entonces al oscuro sótano lleno de grandes y vigorosas raíces.
No encontró herramientas; claro, nunca las había comprado. Tampoco había
comprado nunca aquel armario, pero allí estaba. Alguien había debido arrastrarlo
hasta allí aprovechando su ausencia. Ignorante de su contenido acercó la oreja
a la puerta maciza, también intentó moverlo, pero nada. Eran las tantas cuando el
sueño la venció, y seguía contemplándolo. Por la mañana la despertó el
dolor de espalda, una mala postura, como de costumbre. No podía estirar las piernas, y estaba oscuro. Intentó hablar, pero no había voz, no había sonido, no
podía moverse, estaba en un agujero, en el fondo de una caja; en un armario que
era imposible abrir.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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