Una noche la bibliotecaria se
despertó, levantó un extremo de la cortina y vio que la marea había subido
hasta inundar los bloques de apartamentos de siete alturas. Aunque solitaria, Chio
era una mujer de afilada belleza. De su espalda sobresalía una deformación, una
joroba que no permitía ver a nadie y que hostigaba con un rascador cuando se
ponía nerviosa. Ante su vista cansada pasaron automóviles mecidos por la
corriente, plásticos que devenían en figuras espectrales, y libros; un séquito
de libros al azar, abiertos como mariposas y que acompañaban el errático
deambular de los cadáveres que flotaban sin rumbo. Una ballena gris, que se lamentaba por las calles de la ciudad sumergida, fue a detenerse junto a la ventana. Permaneció observando a Chio con su enorme y abultado ojo, hasta que ella,
avergonzada, se ocultó tras la cortina. La ballena se retiró lentamente,
haciendo vibrar las profundidades oceánicas con aquellas palabras de Chio: «Menos
mi recuerdo por ti, todo ha cambiado».
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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