Se acerca la hora del cañón, y en su interior,
como siempre antes del lanzamiento, el hombre bala repasa sin mucho
entusiasmo los deshilachados hitos que tachonan su vida. «Por si tengo
un mal aterrizaje», se dice. Y mientras el maestro de ceremonias detalla
la parábola del vuelo, en el centro de
la explanada, remarcado por un solitario foco, han dispuesto al
imponente cilindro. El foro enmudece tras una pausa reverencial, y un
atronador estallido sacude entonces las tribunas.
Como un obús, el
hombre bala atraviesa la humareda. Se proyecta velocísimo. Rebasa la
colchoneta que lo aguarda fuera de la pista; queda atrás el parking de
caravanas y el recinto ferial, y los días mohosos y las tardes de
espera. Vuela muy alto, donde nada puede tocarlo, hasta desaparecer
sobre un estrépito de aplausos. De la caseta de tickets escapa un pálido
suspiro; «qué suerte... ese ya no ficha mañana».
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