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Mostrando entradas de febrero, 2019

El callejón de los adioses

La caja siempre estaba cerrada. No hablaba. No era asustadiza como el resto. Única y solitaria, ocupaba la balda más inaccesible de la oficina de cartas muertas. Era un cuartucho atestado, teñido por la macilenta luz de una bombilla, y donde un cerúleo oficinista guardaba la correspondencia extraviada. Cuando eso ocurría, nada más cerrarse la puerta acristalada, se alzaba un inevitable corrillo de voces temerosas y diminutas. ¡Silencio he dicho! ordenaba un fardo derrengado desde uno de los rincones. Y entonces las voces callaban. Al llegar los fríos el cuartucho era purgado y cargaban las sacas colmadas hasta un callejón cercano. El silencio invernal dejaba escuchar las grullas, pero también el quejoso rechinar de la herrumbrosa caldera. Allí, al calor del fuego vivificante, los pálidos subalternos enumeraban sus achaques y echaban cuentas de sus salarios, mientras que en el temblor del papel reseco ardían, infelices, las caligrafías, las promesas y los adioses.

Jorobada y gris

Una noche la bibliotecaria se despertó, levantó un extremo de la cortina y vio que la marea había subido hasta inundar los bloques de apartamentos de siete alturas. Aunque solitaria, Chio era una mujer de afilada belleza. De su espalda sobresalía una deformación, una joroba que no permitía ver a nadie y que hostigaba con un rascador cuando se ponía nerviosa. Ante su vista cansada pasaron automóviles mecidos por la corriente, plásticos que devenían en figuras espectrales, y libros; un séquito de libros al azar, abiertos como mariposas y que acompañaban el errático deambular de los cadáveres que flotaban sin rumbo.  Una ballena gris, que se lamentaba por las calles de la ciudad sumergida, f ue a detenerse junto a la ventana.  Permaneció observando a Chio con su enorme y abultado ojo, hasta que ella, avergonzada, se ocultó tras la cortina. La ballena se retiró lentamente, haciendo vibrar las profundidades oceánicas con aquellas palabras de Chio: «Menos mi recuerdo por ti, todo h

Kimi

Los acontecimientos precipitaron una crisis incipiente y en poco tiempo los cafés de los hoteles se llenaron de emisarios. Muchos de ellos fueron rápidamente desenmascarados por lucir extravagantes chisteras, pero uno, el más modesto, logró entregar su mensaje, traído desde Polonia en un tubito de fieltro. «¡ Encuentre al poeta cuántico!, Palacio truncado, Nocturnalia 15 ». Cuando lo hubo leído, Kimi, el apuesto espía siamés, prendió un cigarrillo y el humo moldeó una mano voluptuosa que lo guió hasta un jardín enrejado, allí desaguaba una espiral de música y sombras. Entró en la propiedad de un salto, sin que nadie lo impidiera. Durante años deambuló por la mansión, que era inabarcable. Abría puertas y subía escaleras. Ecos y libélulas rozaban la punta de sus orejas. Para cuando el final vino a llevárselo estaba ciego y desorientado, completamente perdido. Nunca encontró al poeta cuántico, pero le pareció escucharlo en cada salón vacío.

La sequía

Cogió el antifaz y el matasuegras, una sillita y un paraguas polvoriento. El matasuegras lo plantó en la tierra seca, no muy lejos de casa, con la boquilla hacia abajo , como especificaban las instrucciones. Luego se sentó a esperar bajo el paraguas durante días. —¿Qué, suena? — Preguntó el repartidor de UPS, que una vez al mes pasaba por el lugar. —No, nada. —Al principio cuesta. Nueve meses le tardó a los Mayoral. Los dos hombres quedaron en silencio, observando el brote inerme. —El día menos pensado pitará y lloverá a cántaros — le animó el repartidor mientras subía a la furgoneta —Ya lo verá. Durante siete años Martín no se quitó el antifaz, que era menester llevar puesto, pero ni una gota de agua alivió la llanura. Solo veía el paraguas rodando por el desierto, libre y sin dueño, junto a la sillita volcada por el viento.

La certeza de un adiós

¿Alguna vez te enamoraste…?, pregunta Kumiko a la figura que de sí misma aparece duplicada en un espejo de la estación; la imagen, que durante unos segundos queda pensativa, mete la mano en su chaqueta, tropezando con una libreta de cuyas páginas sobresale algo que permanece allí colocado para destacar un hecho importante: 1989, o cho de abril, estación de Shinagawa; durante la espera interminable, Kumiko, sentada sobre las maletas, se ha mantenido ocupada disparando su máquina Polaroid contra los espejos, pero el último tren bala partió hace horas y en las instantáneas su pálido reflejo se multiplica dentro del vestíbulo acristalado; de entre todas las fotografías escoge una, la que guardará en la libreta de su bolsillo, en ella anotará una fecha, pero antes de quedar eternamente confinada en el laberinto de espejos, estrujará en su puño los dos billetes de tren que ya no conducirán a lugar alguno.

Max

En mis visitas a los subsuelos nunca encontré fallo alguno del cableado; pero es que tampoco encontré a nadie. Posiblemente aquí abajo existan otros como yo, aunque hasta el momento no me he cruzado con ninguno. Perdí la cuenta del tiempo que pasé recorriendo los túneles que yo mismo, en la esperanza de regresar a la superficie, había horadado con esfuerzo. Sigo la obligada rutina diaria de mandar informes al trabajo explicándoles la situación de la avería y lo único que responden una y otra vez es ininteligible: «Usted no existe».  Un larguísimo y angosto respiradero me conecta con el exterior, por allí descienden algunos rayos de luz y ruidos urbanos que trato de adivinar; a veces creo que ya vienen a rescatarme.