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Mostrando entradas de agosto, 2020

Esplendor suburbano

Haz que llueva o algo, le pedían a la joven Milagros cuando pasaba delante de los bares. La culpa era de una mancha de nacimiento, caprichosa forma semejante a un paraguas y que cubría la mitad de su rostro. Para evitar el chiste prefería la soledad de las afueras. Allí, bajo los grises puentes de la autopista cavilaba con el vértigo de los autos que circulaban a toda prisa, y cuando la filosofía torcía su ánimo, bailaba con canciones que recordaba. Eso le gustaba mucho más. Un día, cansada incluso de aquello, descubrió que alguien más rondaba bajo el puente. Nicolás apareció tras uno de los robustos pilares y le reveló que estaba harto de el griterío de su casa. Luego se acercó a la joven Milagros y lamió su mancha. Sabe dulce —dijo Nicolás— como el agua de mayo. Al escucharlo, se puso tan nerviosa que llovió durante el resto del día.

El día del rinoceronte

La vieja fábrica ya era así, vieja, desde el momento que sus rejas de forja se abrieron. Ni siquiera relumbró un poco cuando la engalanaron en el día de su estreno. Para aquella ocasión, la banda municipal se esmeró en soplar sus instrumentos entre coloridas cintas y guirnaldas primaverales. El festejo fue disonante, equiparable al coronamiento de un rinoceronte, y los brillos y los ecos de la celebración fueron barridos apresuradamente por el aullido de la sirena. La tristeza de algunas locomotoras y de los postes del tendido eléctrico, también le era propia. Había nacido vieja incluso sobre el papel, en la tinta que razonaba su existencia en alzado, planta y perfil. Era vieja como el hastío. Vieja, vieja como el demonio. Vieja como su perverso propósito de enriquecer a unos pocos.

Lengua ignota

Lo que tenemos aquí es falta de comunicación, se acerca entonces para leer mejor mientras sujeta el pincelito. No se entiende, es otra vez un enredo. Luis trabaja en un peaje y su cabina es la última de la autopista mediterránea que todavía no ha sido mecanizada. No muy lejos de allí está su caravana, la que estacionara en un camping desmantelado hace ya diez años. La única gente que ve es la que alarga la mano para recoger el ticket, gente con gafas de sol, gente que no media palabra; en definitiva, gente que está de paso. La carlinga amanece cada día repleta de caracoles; caracoles con letras pintadas en sus caparazones. Forman palabras extrañas al apelotonarse en los cristales, gran parte de ellas —sino todas—impronunciables. Luis apunta algunas y deshecha el resto, intenta leerlas. De momento, sin resultado.

La buena educación

Una de las baldosas era distinta a las del resto de la casa; su viñeta selvática aparecía incompleta y sin lustre, solitaria entre una extensa geometría de ártico blancor. El pisito del centro histórico, el que a principios de siglo alojara al vicecónsul de Venezuela, había sido decorado al gusto posmoderno, y la baldosa, que nadie pudo retirar, quedó allí anclada como un simpático anacronismo. Al verla, los inquilinos se mostraron encantados, y también el gato persa, que ronroneó de satisfacción al inaugurar la nueva residencia. A la baldosa la sorteaban con equilibrios, a veces cómicos. Jamás la pisaban y los invitados debían admirarla desde la distancia, sin rozarla. El gato de la casa, echado junto a la censurada parcela, gustaba de acicalar allí su pelusa. Rara vez la descuidaba. Pero con su ojo felino vigilaba también al caballero con chistera que le saludaba al entrar y salir por ella.

Agravio de miopía

No es habitual coleccionar gafas, aunque sí lo es para para Mateo, muy miope de nacimiento. Sus primeras gafas fueron verdaderamente inapropiadas para una criatura, venían con unos cristales enormes y una montura gruesa, amarronada, que además de viejito lo hacían pasar por sabiondo, y eso si que no lo toleraba el tirano de la clase. Con el aumento de años y dioptrías, fue acumulando muchas gafas diferentes; cambió la forma, el color, el material, pero ciertamente, ninguna de ellas le sirvió nunca para ver llegar los golpes.

Malas hierbas

L os tranquilos jardines del tedio puedo ojearlos desde la ventana. Nunca antes estuvieron tan callados , vac i ado s de propósitos al igual que mi calendario . Solo que l as malas hierbas han tomado la pérgola, los toboganes , los columpios grafiteados, lugares que antes les estaban vedados . Se engrosaron en los umbráculo s durante el encierro, y en ausencia de trabajadores desbordan los parterres e invaden las pistas sin dificultad. La estampa parece sacada de un relato ficticio, y en los mensajes del chat siempre leo esa frase en algún momento . Además, lo s boletines informativos ya no aconsejan bajar al perro ; se trata de una medida para evitar accidentes , advierten, porque los cachorro s desaparecen en tre los brotes enmarañados . Qué raros días me visita n. L as calles desiertas como una invención fallida. C ontempl o el parque y me pregunto si la maleza cruzará la carretera. Si conseguirá rodear este bloque. Si como dicen, esto no será más

El azar de los pasos ligeros

A pesar de estar prohibido, el comandante Slavetsky alimenta a las palomas del parqu e todos los días . La voracidad de las aves, su glotonería, lo mantiene entretenido . Cuando agotan las migas de pan y marchan a otro lugar, Slavetsky delimita la zona y evita que los vecinos se acerquen; si hace falta l os ahuyenta agitando los brazos. Hay quien graba la escena para después reírse con sus amigos, pero Slavetsky trabaj a duro. Analiza minuciosamente las huellas que deja ron las aves y anota rutilantes constelaciones de datos; el hombre lleva veinti siete años exprimiendo su cerebro para hallar un patrón orbital en el azar de los p asos ligeros: una brecha que le permita salir volando de este asqueroso mundo .

El lamento de Ariadna

Empujó la pesada puerta de la iglesia, y esta, con largo chirrido, se quejó de que nadie reparaba sus bisagras. El quejío molestaba a limosneros, a fieles, al párroco, a las monjitas, a la coral de viudas de exmilitares jubilados y al voluntariado —benditos ellos—; pero mortificaba especialmente a Federico, maestro organista y poseedor de un muy culto oído, que solía renegar con la mirada o cubrirse las orejas cada vez que la escuchaba. “¡Qué queréis, que me conforte ante tan duro destino, ante tan gran martirio!”, rechinó Ariadna, enfurecida. Era ella una puerta con carácter. Ya lo advirtió el herrero que la parió: un erudito del madrigal a tiempo parcial que dividía su amor entre la forja y el Settecento, bella porta, ma problematica . Así que Ariadna apretó los goznes. Se cerró en banda, a piedra y metal , y no permitió que nadie entrara de nuevo al templo.

La orquesta del gulag

Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece.   Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.

Conciencia plena

Contemplan el precipicio desde el mirador. Acuden desde varios kilómetros a la redonda, o como Eliza, atraviesan el país. No son muchos y no existe la impresión de hallarse ante un lugar turístico, aunque siempre hay alguien entregado al mindfulness junto a la barandilla. Eliza está llena de preguntas, preguntas para las que no tiene respuesta, preguntas a las que nadie sabe responde r. Por eso acude hasta el precipicio en su día libre y se acomoda en uno de los asientos al descubierto . Su maestro programador asegura que la duda humaniza, pero ella no ha podido ver los ojos de ningún ser humano. Ya es imposible. A veces el silencio de la sima devuelve el eco de un impacto solitario, e s alguno de ellos, despeñado contra las rocas.

Espejo nublado

Al despertar, el viejo señor Tadashi entró al baño y se miró en el espejo, inclinando la cabeza, como cada mañana. Tadashi era un maestro de escuela, viudo y muy reservado. Pasaba los días de verano en una cabaña alquilada cerca de una aldea costera. Allí regresaba cada año con su maleta, sus lentes y su bigote canoso. Apreciaba el espejo porque era viejo como él y ambos empezaban a mostrar los destrozos del tiempo. Pero sobre todo, porque desde el otro lado, Nioko, eternamente joven, le devolvía el saludo.

Tuve un sombrero

Todas las noches soñaba con el sombrero perdido. Lo seguía sin descanso, a la carrera, alargando los brazos tanto cuanto podía para recuperarlo, jadeante como un podenco entregado a la caza; hasta que un requiebro inesperado alejaba para siempre la chistera de sus dedos. «¡Desdichado espantajo!; ¡Presumido!; ¡Despierta ya!», gritaba puntual —al alcanzar el sol su cenit— un cuervo empeñado en apropiarse de los retales que abultaban la cabeza de trapo. Miraba entonces la fachosa ropa desvaída que lo vestía, las estacas resecas que asomaban por ellas, y creía escuchar que algo, algo que se reía, aullaba escondido en el viento.

Cacerola o campana

Dicen que arrastra cadenas y que en lugar de cabeza tiene una campana. Otros afirman que el broncíneo testuz es en realidad una cacerola vacía, sin sustancia dentro. Lo cierto es que rueda por el monte, alegre —la sala de máquinas era fea—, perdiendo tuercas y tornillos. Lo acompaña, colgada de un hilo en la caldera oxidada, una pequeña araña volatinera; no hablan la misma lengua, pero han llegado a entenderse. Al artilugio le llueven piedras cuando roza las zonas pobladas—¡quieren saber lo que hay en esa cabeza!—. Le cuelgan mazas como brazos —podría resolver la burla en el acto, romper músculos y tendones, destrozar cráneos—, pero por el momento, solo chirría extrañado.

Monócromo intangible

Llevaba tanto tiempo contemplando esa foto de Lee Friedlander, que por pura rabia la arrancó del libro y no volvió a recordarla hasta por la noche, cuando ya más calmada recogió sus cosas. Advirtió que en aquella imagen podía distinguir la muda cercanía de quien, a pesar de no estar presente, era capaz de escuchar y asentir. La fotografía la dispuso junto a su rincón favorito y le complacía mucho mirarla al acabar la jornada. Ocurría entonces que al otro lado del monócromo intangible se encendía el televisor. También allí, en el otro lado, era el esperado mejor momento del día.

El día de los monekos

Tenía un problema con los uniformes, pero también con los monekos; porque los monekos, todos ellos, formaban un batallón atípico y divergente. Marchaban al son de pífanos y tambores, arrastrando sus gabanes exageradamente largos, pisándolos, trabándose, tropezando la mayor parte del rato; arenque ahumado dentro de los bolsillones, unos anteojos —para la ópera—, un paraguas reversible que disparaba lluvia o granizo y pliegos con los mapas de ciudades invisibles. Era el suyo un desfile sincopado, disléxico y asonante. Temidos por sembrar el caos en lugar de nabos o legumbres, los monekos podían tardar años en llegar hasta  una batalla, y para cuando lo hacían, el conflicto ya había sido resuelto. Eran, por tanto, un ejército que jamás entabló combate alguno… excepto con su propia entropía.