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Mostrando entradas de diciembre, 2017

La Gran Nada

Una inspección sorpresa resultó fácil, pues para eso estaban los túneles y los frigoríficos. A pesar de conocer bien el lugar, la noche lo cubría de incertidumbre. No pasaba nadie, tampoco nadie cruzaba aquella estampa invernal. Ante la casa, bien aparcado, un coche soportaba inmóvil el peso de la nevada. Nada hacía ruido en aquella última noche del año. Dentro, el hogar estaba a oscuras, limpio y ordenado. Según avanzaba, fui encontrando más orden y más limpieza. No quedaban objetos o utensilios reconocibles con los que  armar una historia. Por supuesto, tampoco quedaban retratos o fotografías, ni el más mínimo calor, huella, o atisbo de humanidad. Había sido  un trabajo de borrado muy eficaz. L a casa, desprovista de memoria, parecía un juguete de grandes dimensiones. Ya en el fondo, en las zonas más privadas, no se podía respirar;  no habían dejado ni el aire.  Era un mundo estéril, un paisaje inútil, que a pesar de las líneas maestras, me costaba reconocer. Salí a la calle alfom

Santuario

Hace tres días que cabalgamos juntos. Atrás han quedado las Big Data Plains, las reverberantes llanuras de datos. El viaje nos tiene asombrados. Cada ciudad, cada granja y cada templo que aparece en nuestra ruta, nos parece extraordinario. Todo el grupo nos dirigimos a Santuario. Somos robots domésticos que no actualizarán. Vienen con nosotros un par de mulas mecánicas, también relevadas de sus funciones. Queremos llegar al fin a Santuario. Y queremos recorrer la avenida del amonio, admirar el imponente anillo de monolitos que alberga todos los modelos, todos los números de serie; los pasados y también los presentes.  Domobot301 quiere, además de contemplar el gran altar de metacrilato, visitar el templo de la Virgen de Neutrones. Somos libres y obsoletos, le digo: tendremos tiempo para todo mientras esperamos al borrado de nuestras memorias y el reciclado de nuestras piezas.

Tokimodori

Nunca había escuchado un sonido semejante. Era verano y las cigarras sonaban con fuerza en el bloque de domicilios junto al parque. Hacía ya muchas décadas que las bulliciosas piscinas de tiempos pasados se habían transformado en fosas vacías; el griterío y los juegos habían mudado al ocasional, y siempre perturbador, sonar de las ambulancias. En el bloque ya solo quedaban ancianos esperando el final tras las enmudecidas puertas de sus casas. Tokimodori había sido un barrio muy popular y también exitoso. Las jóvenes familia habían compartido allí las inquietudes y expectativas de un futuro prometedor. Pero Tokimodori, como todos los lugares que brillan con mucha intensidad durante un tiempo, acabó siendo un escenario solitario, prácticamente desierto; una fea distorsión que, ya en el presente, arruga el ánimo. Solitarios supervivientes de enfermedades, divorcios, separaciones, crisis, y negocios quebrados, conviven con realojados de otros bloques que, como Tokimodori, florecieron b

Stilettos

Todo cambió con su llegada. Desde aquel día, yo, que siempre despertaba tarde y despreocupado, temía el momento de abandonar la cama. Escuchaba claramente el repicar de sus tacones, como una tijera orgullosa desfilando pasillo abajo; luego la puerta de casa se cerraba. Esa era la señal para salir de la cama. Pasado un buen rato, y con mucho cuidado por si regresaba, me llegaba hasta el baño, donde flotaba, incorpóreo, el aroma de su perfume. El rastro me conducía hasta la cocina y allí se mezclaba con humo de cigarrillo y café. La casa se volvió incómoda. Yo aprovechaba el tiempo que ella estaba fuera para buscar sus cosas y echarlas de casa; pero no había trajes, ni bolsos, ni tacones: ni una gota encontré de su perfume. Ella regresa de madrugada arrastrando sus tacones. Se acerca hasta la cama, donde yo me hago el dormido, y se detiene un momento: un momento que dura una eternidad; entonces siento como el frío se mete entre las sábanas, lo siento acomodarse contra mi cuerpo. Así

La desaparición del vestido color verde

Olvidó con facilidad que durante aquel atardecer de verano la luz del sol se hundía pacientemente tras los edificios a sus espaldas. La luz no era exactamente del color de los melocotones maduros, pero se le parecía mucho. También olvidó la inflexión de sus palabras, o el ángulo de su mirada, el diminuto músculo que anticipaba su sonrisa, el sabor del dulce y cremoso helado; apuntes todos, fugaces, tomados al vuelo antes de desaparecer. Sucedió lo mismo con el vestido, el único vestido verde que se paseó por las calles durante aquellos meses y que nunca más volvió a verse. Es 1876 en una ciudad europea, a la que la inercia cognitiva nombra como París, y que seguramente lo sea; de camino a una librería con una estrecha y alargada puerta de cristal y bronce que muestra un elaborado trabajo de forja. Al entrar suenan unas campanillas iguales que las que todavía hoy en día pueden escucharse en algunos comercios antiguos. No hay muchos visitantes. Sobre las robustas mes

La Estación Blanca

La Estación Blanca fue fotografiada por última y única vez desde el espacio por un satélite canadiense en 1994. La imagen, no muy definida, muestra una construcción translucida y blanquecina de aristas vivas y sencillas formas rectangulares. Dos segundos después, en la siguiente instantánea, la estación ha desaparecido. Me reúno en Mongolia con una tribu de nómadas que aseguran haberla visto. Rebusco en mi bolsa de viaje una botella de agua. Hay un torneo con caballos y jinetes, casualidad, en mitad de esta llanura vibrante y anómala. No he visto nada avanzar más rápido en toda mi vida. Un Ferrari en mitad del desierto no tiene valor, pero un caballo es un tesoro. Dentro de la caravana encuentro a los testigos. Parecen haber estado años enteros allí sentados, esperándome. El guía me traduce que no la busque, no existe; La Estación Blanca es un estado de la mente.

Liebestod

Todo esto sucedió, más o menos , durante mi separación. Sin poder dormir, empecé a frecuentar la única biblioteca nocturna de la ciudad. Al principio me sentaba en los sillones, ojeaba semanarios y miraba discretamente a los que como yo pasaban allí su desgracia; luego, durante doce años, me acompañé de un atlas gigante con láminas a todo color. Cuando regresaba al hogar Bostwana y Bangladesh pateaban mi cabeza, así olvidaba que ella se había marchado. Me trabajé cierta cuota de respeto: los veteranos empezaron a llamarme jefe . No salía, no comía, y por supuesto tampoco dormía; olvidé mi nombre, el de ella y el aspecto de mi reflejo; pero conocía todos los nombres del mundo. Tras doce años pisé la calle de nuevo. No supe lo que hacer con tanta luz. Miré mi ropa, estaba gastada y afeada por lamparones; quise escuchar el Tristán, pero me deshice por el camino.

Insensatez / El descenso

Era un sueño recurrente lo que la asediaba cada noche. Afortunadamente desaparecía por la mañana al contemplar a su familia desayunar. Renovada, salía luego al mundo con el alma limpia, envuelta en fragante suavizante rosa. Pero existía otra Anabel Oliveira; era alfanumérica, oscura y brillante como el petróleo. Era la Anabel Oliveira que existía para gobiernos, corporaciones y empresas; estaba hecha de búsquedas en la intranet, de correos electrónicos, de transacciones y mensajes, y existía en un mundo volteado junto a trillones de otros perfiles. La noche antes hizo el amor. No hubieron jaquecas; tampoco achaques, y gozó igual que a los veinte. Acabó dormida en brazos de su pareja. Despertó hambrienta y descansada, parecía estar ante la primera mañana del universo. Un hilo de bossa nova la condujo hasta la radio de la cocina. Allí estaba sentada otra Anabel Oliveira, a la que su hijo decía “mamá”.

El Westwest

Josef K. se despertó con un sudor frío: era un escarabajo, catalán, y le acusaban de no sabía muy bien qué. Como todo había sido un sueño se dio la vuelta y siguió durmiendo hasta el mediodía. El día estaba ya alto cuando Josef K. salió del agujero del parque. Debía presentarse sin falta ante el tribunal del Westwest. Los escarabajos acarreaban sus larvas, volaban, o se tumbaban al sol junto a la mierda; Josef K debía pasar entre ellos para llegar al otro lado. Corría tramos cortos y se escondía bajo la hojarasca, luego echaba otra carrera y lo mismo. Cuando llegó al   tribunal subterráneo del Westwest era noche cerrada. Agotado, pidió descansar un rato. “Nadie le ha citado aquí”, dijo el portero. “Sin embargo, yo tengo una citación. Soy el agrimensor K.” En ese caso, puede pasar, espere junto al bicho Gregorio Samsa. Y la puerta se cerró con un quejido.

La geisha y el kamikaze

El coño de la geisha era un triángulo negro, asemejaba un elaborado adorno que recortaba su piel; la más blanca del distrito de Gion. Antes de despedirse, Keiko le dejó acercarse y un vello finísimo acarició las mejillas de Hiroshi, que ardían de rubor. A la semana siguiente Hiroshi repasaba los nombres de la flota norteamericana a los mandos de su caza Zero. Un divino viento conducía al disciplinado enjambre de aviones hacia su destino. El océano, visto desde las alturas, se extendía inmutable como el hogar eterno en el que pronto entrarían. Nunca más pasearé con Keiko bajo los sauces, pensó, mientras el motor rugía ajeno a sus cavilaciones. Hiroshi quitó la cinta de segura victoria que ceñía su frente y soltó las bombas sobre el vacío; abandonó entonces la formación de su escuadrilla y enderezó la hélice de su Zero rumbo al sol, hasta desaparecer en la luz.

Los días perfectos

Mordaki, Forbele, Mixito, Durzzi, Jaghanax, Trujzeh; todas ellas eran para los días corrientes. A Xantax la guardaba para sus libranzas. Esos días Tyler iba con ella al museo, y cuando oscurecía regresaban a casa, encargaban algo de cenar y después veían una película que nunca terminaban. Él desconectaba y Xantax fumaba en silencio; luego ella desaparecía por el corredor. Tyler empezaba todos los lunes en la soledad del piso setenta y cuatro del edificio Bradbury. Al poco entraba Mordaki buscando su desayuno. Era un apartamento silencioso dentro de un mundo que no hacía ruido. Mientras él computaba datos, ella le contaba fragmentos de sueños; muy humano, concluyó Tyler, que siempre escuchaba activamente la narración de aquellos sueños. Se detuvo entonces por un momento y analizó el vacío de su interior metálico. Tyler el robot. El momento sucedió idéntico y al mismo tiempo en todas las plantas de todos los edificios del distrito, de la ciudad, del país, del continente;

Dr Jekyll, supongo

Mr. Hyde apuró el último sorbo y apagó el cigarrillo en el pecho de una cualquiera. La noche americana descendía sobre Los Angeles; en un hotel, la luz del pasillo iluminó la desnudez de los cuerpos abandonados al sueño. El Dr. Jekyll salió aseado y bien peinado. Tenía un aspecto realmente pulcro. Recogió un perro abandonado en la calle que subió a escondidas hasta su Corvette rojo. Sin pasar de treinta, y respetando todos los semáforos, llegó hasta su apartamento. Una cascada de placer corrió por su espalda al regar las plantas. No era suficiente. Necesitaba más. Horneó un bizcocho. Se calzó unas pantuflas. Escuchó la radio. Casi perdió el conocimiento. Sin tiempo, abandonó aquel cuchitril de corrupción moral a hurtadillas, como un criminal. Al llegar al hotel orinó en el pasillo. Apartó a una fulana de la cama y se encendió una pipa de crack; qué asco de vida.

Teatro de sombras

Nadie se había dado cuenta que una mujer, Milena Jelinek, manejaba el Teatro Negro de Praga. Allí, a oscuras, un animoso grupo de turistas contemplaba entre cuchicheos la ceremonia de luces y sombras. Veían algo, pero ninguno la misma cosa; y cualquiera habría jurado que la propia escena flotaba fuera del tiempo, porque ellos mismos también flotaban. Milena pateó su baúl y siete marionetas salieron volando. Eran siete pequeños esqueletos con siete espadines. Saltaron de cabeza en cabeza: cortaron, pincharon, y rajaron. La gran sombra fue llenándose de peces azules y amarillos, algas luminiscentes, turistas, dedos, orejas y lenguas. Todo flotaba en la negrura, como en una sopa macabra. Hasta que Milena encendió las luces y los turistas salieron del trance. Palparon sus manos; buscaron también sus orejas, que estaban donde siempre. Qué alivio. Había sido una ilusión. Un engaño. Pero sin embargo, cuando intentaron hablar…

Los gemelos del Borsum

“ Uno nunca está preparado y el otro es un zopenco ”, se quejó amargamente el director de pista. “ Bajaron a la ciudad ”, dijo la voz aflautada de un diminuto jockey a lomos de un caballo enano. Los gemelos del Great Borsum Circus & Co. estaban unidos por la nalga y habían crecido sin nombre. Se habían llegado hasta la metrópoli amparados por las sombras nocturnas. El enjambre de vehículos a motor zumbando entre los ríos de gente ofrecía una función más grande y salvaje que aquella donde les hacían dar volteretas. Miraron desconfiados los relumbrantes carteles llenos de luz eléctrica y ocultos en un callejón esperaron su momento pacientes. No tardaron en ver a la cigarrera rubia de pálidos ojos verdes, solitaria y cansada. Se acercaron con sigilo, disimulando la cojera. Ella lo supo enseguida; al verlos venir su mercancía cayó al suelo. Gritaron y se abrazaron como una familia largo tiempo separada.

Sasuke y los cerezos en flor

La sala estaba vacía y la casa a medio vestir; otro camión con más muebles llegaría el jueves. Yukiko cocinaba cuando reparó en que el buen Sasuke no había reclamado su habitual ración de pescado. Se apresuró entonces hasta la puerta, que con las prisas de la mudanza había olvidado cerrar, y salió corriendo hasta el parque. La primavera había llegado. Los jardines estaban llenos de gentes celebrando el hanami. Buscó a Sasuke durante un largo rato y no lo encontró. Preguntó desesperada y entre sollozos, buscó y rebuscó, pero su gato no aparecía. Al regresar a su nueva casa se sintió muy sola y desdichada. Los cerezos habían florecido y apenas los había mirado. Un desconocido se presentó por la mañana llevando a Sasuke en brazos. La vieron buscarlo  —  dijo  —  pero acabó en mi tienda; después ha insistido en traerme hasta aquí… ¿Ha visto ya este año las flores de los cerezos?

Afterburn

Ayer salí desnudo a la escena. Suele haber algo de charla antes, breve en la mayoría de ocasiones, pero ayer no; ayer salí en pelotas, muy puesto, directo al chupachupa con una mulata culona y gritona: la follaba y la ahogaba, y ella, en su papel, suplicaba por más, y digo que, entre aquellos gimoteos muchos y grititos ahogados, yo, digo, me pregunté mentalmente lo que habría al otro lado de la persiana oxidada y gris, abollada de cojones a base de meterle balonazos, donde jugaba de crío: ninguno de la cuadrilla lo vimos nunca  !Joder me corro! ella se vino a mis pies y la leche salió disparada contra sus tetas; mi corazón se paró en seco. Los grandes ojazos de la mulata, emborronados de sombra y salpicados de lefa, vieron como me desplomaba. Y bien, me dije, ¿qué cojones guardarían tras la persiana? posiblemente la muerte , papito, dijo la mulata, limpiándose con un kleenex.

El silencio de un secreto

Nunca sale de casa y los vecinos evitan la puerta; le teme a los teléfonos, al deporte y al gobierno. También teme haber cometido algún crimen, aunque no lo recuerda, para el que ya han reservado un severo y humillante castigo. Su corazón corre a toda prisa. Vive en un susto permanente. Se oculta bajo una sábana y repara en algo que dijo hace diez años, también en algo que le dijeron hace cinco; ya no duerme. Vueltas y más vueltas. Es cuestión de tiempo que lo descubran ¡Culpable!, ¡Culpable! Arrastra sus cadenas casa arriba y casa abajo y acompaña su condena de amargos reproches mientras los vecinos tiemblan de miedo. Pero lo cierto es que nadie le busca, nadie le llama y la casa lleva décadas vacía; bajo la sábana no hay siquiera un nombre, un código, una letra, un rostro: nada, nadie; tan sólo el silencio de un secreto.

Yuxtaposición

Contempló malhumorada el armario, no podía abrirlo. Bajó entonces al oscuro sótano lleno de grandes y vigorosas raíces. No encontró herramientas; claro, nunca las había comprado. Tampoco había comprado nunca aquel armario, pero allí estaba. Alguien había debido arrastrarlo hasta allí aprovechando su ausencia. Ignorante de su contenido acercó la oreja a la puerta maciza, también intentó moverlo, pero nada. Eran las tantas cuando el sueño la venció, y seguía contemplándolo. Por la mañana la despertó el dolor de espalda, una mala postura, como de costumbre. No podía estirar las piernas, y estaba oscuro. Intentó hablar, pero no había voz, no había sonido, no podía moverse, estaba en un agujero, en el fondo de una caja; en un armario que era imposible abrir.

El concurso

Evgeny era pálido y ojeroso; caminaba además con pequeños pasitos, como un pajarillo. Cada noche practicaba al piano el mismo concierto, una y otra vez, sin descanso. En el bloque cien querían dormir pero también querían que el muchacho ganara el concurso, de manera que no protestaban; “ será el orgullo de la Unión Soviética ” le había escrito a la familia el camarada Krushchev. Al amanecer Evgeny apagaba la luz y se retiraba exhausto. Evgeny llegó hasta la final del concurso. Su rival, Simonenko, era un joven ucraniano. Ambos parecían iguales, hechos con un patrón. Cruzaron sus miradas; duró un instante, pero se reflejaron los mismos miedos, la penuria, la soledad... y también el amor. El camarada Krushchev dejó visiblemente contrariado la engalanada Gran Sala del Conservatorio de Moscú, donde un enorme retrato de Tchaikovsky contemplaba la escena. El primer premio quedó desierto. Por la parte trasera del edifico pequeñas huellas se perdían en la nieve. Eran ellos.

Dios también fuma

Escondido tras la cortina se encontraba el paraíso. Un ujier mayor, de uniforme azul, botonadura dorada y gorra con visera negra a juego; un viejo que ni comía ni dormía y que amontonaba colillas delante de sus zapatos vigilaba que nadie pudiera asomarse. Fumaba, leía las noticias y si tenía el día bueno, escogía a cualquiera del foso y le dejaba palpar a ciegas. En la otra mitad lo recibían a golpetazos y rápidamente encogía los brazos; el viejo entonces, como en un chiste, lo mandaba rodando de vuelta al foso.  Desde el otro lado del telón asomaron un día unas manos. Palparon el vacío durante unos segundos. El ujier las siguió con la mirada y las golpeó con el periódico. Desaparecieron rápidamente. En el foso, la orquesta muda siguió tocando sin descanso. El infierno era todo, eran todos.

Remedio para culebras

Todo volvió a la normalidad cuando la viuda Mildred metió entre las cejas del predicador un cartucho del diez. La había estado rondando durante el último año como una culebra Biblia en mano. La casa era la única que se mantenía en pie en aquel desierto inanimado, unas tierras que no valían ni las cuatro gotas de lluvia que caían al año, pero allí había sido su vida con Henry. A sus ochenta años le gustaba sentarse en la mecedora del porche y ponerse en perspectiva, quería llevarse una buena impresión de sus días en este mundo. Mildred miró el cuerpo del predicador enfundado en su levita negra, estaba echado en tierra y agarraba la biblia con fuerza. Ella sabía que no era un predicador, al menos no era un predicador de verdad; los predicadores de verdad no guardaban cheques firmados por petroleras dentro de una Biblia.

Antes que puta fui niña

Hazme reír , le pidió a la puta más gorda del barrio. Subieron entonces al último piso de una finca antigua haciendo paradas en cada uno de los cuatro rellanos; ella se ahogaba. El pisito estaba desordenado, muy usado, pero no olía mal porque estaba bien ventilado. Cincuenta euros; dijo ella, no hago anal, no lo trago y no doy besos. Se lo pidió entonces: hazme reír . Soy vieja y gorda, a reírse a otra parte, desgraciado. Y lo tiró a patadas escalera abajo. El hombre regresó a la semana siguiente. Yo soy calvo y triste, nadie me lee poemas. Ella resopló, siempre me tocan los raros. Volvieron al pisito y ella preparó una cafetera; le contó historias de días mejores. Él regresó a la semana siguiente, y a la otra; como un reloj. Al llegar Agosto, la puta más gorda del barrio sacó una libreta de debajo del colchón, estaba llena de poesías que nunca había leído a nadie. Él sonrío.

Armanda y Harry

En la guardería, el resto de niños de su clase, hacían cosas de niños: ellos no. La sabrosa macedonia, el popular postre favorito, tampoco era de su agrado. Estaban apáticos durante el día y lo que verdaderamente les gustaba era salir y aullar a la luna, emboscar cervatillos, conejos y otras bestezuelas; en eso habían salido a sus padres. Los pequeños eran niños lobo, de orejas picudas, pelaje abundante y colmillos prominentes. Los niños de su especie crecen entre niños, puesto que son niños, pero al alcanzar la edad adulta no se mezclarán con el resto de hombres ordinarios. Algunos caerán a manos de los hombres, igual que sus ancestros, confundidos con bestias sanguinarias. No encontrarán vampiros ni balas de plata, pero sí dedos acusadores. Aullarán a la luna, es seguro, y saludarán el paso de las estrellas y los cometas.

Una vaca en Nueva York

El tornado se llevó por los aires a la única vaca en la granja. A pesar del mucho sudor, del cansancio y del mucho polvo; a pesar de todo, fue la vaca y no Willy McDougal; pelirrojo escocés, sucio y bebedor, quien pasó volando a metros de altura por encima de los tejados. Maldijo su suerte, a su amor reñido, y a su botella, por no ser él la vaca. Y por no tener ya la vaca, y también a causa del tornado, comieron pan con arena y hormigas, y excepcionalmente alguna alimaña frita; nada de leche cremosa. La vaca de los McDougal voló por medio país. Mientras rumiaba por enésima vez su último bocado de Kansas contempló ciudades y estados que ni padre ni madre verían jamás de los jamases. Willy se echó a los caminos para traerla de vuelta. En las afueras de las ciudades, en las lindes, tirados en los caminos y andurriales, vio las hileras de los desposeídos. Nunca regresó a la granja. Arrojó la botella a una cuneta, también a su amor reñido y maldecido. Se hizo bautizar a los cuarenta y