La sirena alertó de la sobrecarga
de erratas. Un aullido espeluznante, que fue escuchado hasta el último rincón de la ciudadela, petrificó a sus habitantes. En
el interior de la fortaleza la máquina Moloch se detuvo al instante; dentro de su hermético vientre de acero forjado cientos de oficinistas enlutados braceaban apremiantes
en un mar de tinta, vapor, papeles y grasa. ¡Nadie
lo ha notado! gritaban en el secretariado inferior ¡Hay tiempo para rectificar! les replicaban los comisarios del
nivel superior. Moloch reanudó su marcha entre grandes quejidos mecánicos. Una coral de burócratas postrada ante las turbinas entonó una loa en comedido tono de júbilo administrativo. Los petrificados volvieron a la
actividad. Nadie notó nada, excepto que el café se había enfriado más rápido de
lo habitual y que las tostadas estaban quemadas, eso y una extraña sensación de
haber vivido ya ese momento.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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