Ayer salí desnudo a la escena. Suele
haber algo de charla antes, breve en la mayoría de ocasiones, pero ayer no; ayer salí en pelotas, muy puesto, directo al chupachupa con una mulata culona y gritona: la follaba y la ahogaba, y ella, en su papel, suplicaba por más, y digo que, entre aquellos gimoteos muchos y grititos ahogados, yo, digo,
me pregunté mentalmente lo que habría al otro lado de la persiana oxidada y gris, abollada de cojones a base de meterle balonazos, donde jugaba de crío: ninguno
de la cuadrilla lo vimos nunca !Joder me corro! ella se vino a mis pies y la leche salió disparada contra sus tetas; mi corazón se paró en seco. Los grandes ojazos de la mulata, emborronados
de sombra y salpicados de lefa, vieron como me desplomaba. Y bien, me dije, ¿qué
cojones guardarían tras la persiana? posiblemente la muerte, papito, dijo la
mulata, limpiándose con un kleenex.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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