Hazme reír, le pidió a la puta más gorda del barrio. Subieron entonces al
último piso de una finca antigua haciendo paradas en cada uno de los cuatro
rellanos; ella se ahogaba. El pisito estaba desordenado, muy usado, pero no olía
mal porque estaba bien ventilado. Cincuenta euros; dijo ella, no hago anal, no
lo trago y no doy besos. Se lo pidió entonces: hazme reír. Soy vieja y gorda, a
reírse a otra parte, desgraciado. Y lo tiró a patadas escalera abajo. El hombre
regresó a la semana siguiente. Yo soy calvo y triste, nadie me lee poemas. Ella
resopló, siempre me tocan los raros. Volvieron al pisito y ella preparó una
cafetera; le contó historias de días mejores. Él regresó a la semana siguiente, y a la otra; como un reloj. Al llegar Agosto, la puta más gorda del barrio sacó una libreta de debajo del colchón, estaba
llena de poesías que nunca había leído a nadie. Él sonrío.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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