En la guardería, el resto de niños de su clase, hacían cosas de niños: ellos no. La sabrosa macedonia, el popular postre favorito, tampoco era de su agrado. Estaban apáticos durante el día y lo que verdaderamente les gustaba era salir y aullar a la
luna, emboscar cervatillos, conejos y otras bestezuelas; en eso habían salido a sus padres. Los pequeños eran niños
lobo, de orejas picudas, pelaje abundante y colmillos prominentes. Los niños
de su especie crecen entre niños, puesto que son niños, pero al alcanzar la edad adulta no se
mezclarán con el resto de hombres ordinarios. Algunos caerán a manos de los
hombres, igual que sus ancestros, confundidos con bestias sanguinarias. No
encontrarán vampiros ni balas de plata, pero sí dedos acusadores. Aullarán a la
luna, es seguro, y saludarán el paso de las estrellas y los cometas.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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