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Castores intrépidos

Todo aconsejaba una prudente retirada. Así lo sentía el pequeño capitán de los Castores y también el resto de la tropa. En los gruesos muros, a través de oscuras oquedades, la vieja casona observaba a todo el que se acercaba.
Súbitamente, una atinada pedrada rompía el silencio y los cristales; entonces, el alborotado grupo de exploradores corría en desbandada hasta encontrar el resguardo de una esquina. Eso pasaba a menudo. También una noche, el pequeño capitán, de manera furtiva y desafiando al miedo más negro, grabó en la siniestra madera de la puerta su nombre junto al de ella, la chica que más le gustaba. Luego corrió más rápido que en su vida, le temblaron las rodillas durante horas.
Que allí dentro no había nadie ni nada, excepto los destrozos del tiempo, lo supieron muchos veranos después, cuando las excavadoras redujeron el lugar a escombros. El miedo negro se había esfumado y en su lugar no quedaba nada, acaso un triste vacío y un portón repleto de nombres en el limbo de los amores primeros.

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Kedardo

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