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La Gran Nada

Una inspección sorpresa resultó fácil, pues para eso estaban los túneles y los frigoríficos. A pesar de conocer bien el lugar, la noche lo cubría de incertidumbre. No pasaba nadie, tampoco nadie cruzaba aquella estampa invernal. Ante la casa, bien aparcado, un coche soportaba inmóvil el peso de la nevada. Nada hacía ruido en aquella última noche del año. Dentro, el hogar estaba a oscuras, limpio y ordenado. Según avanzaba, fui encontrando más orden y más limpieza. No quedaban objetos o utensilios reconocibles con los que armar una historia. Por supuesto, tampoco quedaban retratos o fotografías, ni el más mínimo calor, huella, o atisbo de humanidad. Había sido un trabajo de borrado muy eficaz. La casa, desprovista de memoria, parecía un juguete de grandes dimensiones. Ya en el fondo, en las zonas más privadas, no se podía respirar; no habían dejado ni el aire. 

Era un mundo estéril, un paisaje inútil, que a pesar de las líneas maestras, me costaba reconocer. Salí a la calle alfombrada por la nieve, seguía la calma inánime. Un fardo de correspondencia descansaba retenida fuera del tiempo, junto a una ventana. Eran cartas dirigidas a mí, claro, solo que ya no indicaban destinatario, ni remitente, ni dirección; se habían convertido en simples envoltorios que al desplegar su contenido descubrían hojas y más hojas en blanco. En el mundo del que venía corría el último minuto del año. No podía decir lo mismo de este otro mundo. La luz congelada de una estrella iluminaba la calle y una incierta navidad envolvía la escena, eterna y anónima.



Imagen © Joel Meyerowitz

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