Escondido tras la cortina se encontraba
el paraíso. Un ujier mayor, de uniforme azul, botonadura dorada y gorra con
visera negra a juego; un viejo que ni comía ni dormía y que amontonaba colillas
delante de sus zapatos vigilaba que nadie pudiera asomarse. Fumaba, leía las
noticias y si tenía el día bueno, escogía a cualquiera del foso y le dejaba palpar
a ciegas. En la otra mitad lo recibían a golpetazos y rápidamente encogía los
brazos; el viejo entonces, como en un chiste, lo mandaba rodando de vuelta al
foso. Desde el otro lado del telón asomaron
un día unas manos. Palparon el vacío durante unos segundos. El ujier las siguió
con la mirada y las golpeó con el periódico. Desaparecieron rápidamente. En el
foso, la orquesta muda siguió tocando sin descanso. El infierno era todo, eran
todos.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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