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Dios también fuma

Escondido tras la cortina se encontraba el paraíso. Un ujier mayor, de uniforme azul, botonadura dorada y gorra con visera negra a juego; un viejo que ni comía ni dormía y que amontonaba colillas delante de sus zapatos vigilaba que nadie pudiera asomarse. Fumaba, leía las noticias y si tenía el día bueno, escogía a cualquiera del foso y le dejaba palpar a ciegas. En la otra mitad lo recibían a golpetazos y rápidamente encogía los brazos; el viejo entonces, como en un chiste, lo mandaba rodando de vuelta al foso. Desde el otro lado del telón asomaron un día unas manos. Palparon el vacío durante unos segundos. El ujier las siguió con la mirada y las golpeó con el periódico. Desaparecieron rápidamente. En el foso, la orquesta muda siguió tocando sin descanso. El infierno era todo, eran todos.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.