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Dr Jekyll, supongo


Mr. Hyde apuró el último sorbo y apagó el cigarrillo en el pecho de una cualquiera. La noche americana descendía sobre Los Angeles; en un hotel, la luz del pasillo iluminó la desnudez de los cuerpos abandonados al sueño. El Dr. Jekyll salió aseado y bien peinado. Tenía un aspecto realmente pulcro. Recogió un perro abandonado en la calle que subió a escondidas hasta su Corvette rojo. Sin pasar de treinta, y respetando todos los semáforos, llegó hasta su apartamento. Una cascada de placer corrió por su espalda al regar las plantas. No era suficiente. Necesitaba más. Horneó un bizcocho. Se calzó unas pantuflas. Escuchó la radio. Casi perdió el conocimiento. Sin tiempo, abandonó aquel cuchitril de corrupción moral a hurtadillas, como un criminal. Al llegar al hotel orinó en el pasillo. Apartó a una fulana de la cama y se encendió una pipa de crack; qué asco de vida.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.