Mr. Hyde apuró el último sorbo y
apagó el cigarrillo en el pecho de una cualquiera. La noche americana descendía
sobre Los Angeles; en un hotel, la luz del pasillo iluminó la desnudez de los
cuerpos abandonados al sueño. El Dr. Jekyll salió aseado y bien peinado. Tenía
un aspecto realmente pulcro. Recogió un perro abandonado en la calle que subió
a escondidas hasta su Corvette rojo. Sin pasar de treinta, y respetando todos
los semáforos, llegó hasta su apartamento. Una cascada de placer corrió por su
espalda al regar las plantas. No era suficiente. Necesitaba más. Horneó un
bizcocho. Se calzó unas pantuflas. Escuchó la radio. Casi perdió el
conocimiento. Sin tiempo, abandonó aquel cuchitril de corrupción moral a
hurtadillas, como un criminal. Al llegar al hotel orinó en el pasillo. Apartó a
una fulana de la cama y se encendió una pipa de crack; qué asco de vida.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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