Nunca sale de casa y los vecinos
evitan la puerta; le teme a los teléfonos, al deporte y al gobierno. También teme
haber cometido algún crimen, aunque no lo recuerda, para el que ya han
reservado un severo y humillante castigo. Su corazón corre a toda prisa. Vive
en un susto permanente. Se oculta bajo una sábana y repara en algo que dijo
hace diez años, también en algo que le dijeron hace cinco; ya no duerme.
Vueltas y más vueltas. Es cuestión de tiempo que lo descubran ¡Culpable!,
¡Culpable! Arrastra sus cadenas casa arriba y casa abajo y acompaña su condena
de amargos reproches mientras los vecinos tiemblan de miedo. Pero lo cierto es que
nadie le busca, nadie le llama y la casa lleva décadas vacía; bajo la sábana no
hay siquiera un nombre, un código, una letra, un rostro: nada, nadie; tan sólo
el silencio de un secreto.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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