Cogió papel y boli y se deshizo
de ellos, decidió que nunca más los volvería a utilizar. Vería declinar los
días sin apuntar nada; día gris tras día gris, sin nombres, sin fechas.
Pasarían los meses, las estaciones, los años... y no apuntaría nada. Cerraría los
ojos y se sonreiría, satisfecha, en su mecedora. Allí la vida resplandecería igual
que la primerísima y luminosa página de su cuaderno infantil, sin tachones, sin
renglones torcidos, sin manchas de tinta. No, ya no haría falta volver a
escribir nada. Todo lo importante había sido escrito: era inolvidable.
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