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El concurso

Evgeny era pálido y ojeroso; caminaba además con pequeños pasitos, como un pajarillo. Cada noche practicaba al piano el mismo concierto, una y otra vez, sin descanso. En el bloque cien querían dormir pero también querían que el muchacho ganara el concurso, de manera que no protestaban; “será el orgullo de la Unión Soviética” le había escrito a la familia el camarada Krushchev. Al amanecer Evgeny apagaba la luz y se retiraba exhausto.



Evgeny llegó hasta la final del concurso. Su rival, Simonenko, era un joven ucraniano. Ambos parecían iguales, hechos con un patrón. Cruzaron sus miradas; duró un instante, pero se reflejaron los mismos miedos, la penuria, la soledad... y también el amor. El camarada Krushchev dejó visiblemente contrariado la engalanada Gran Sala del Conservatorio de Moscú, donde un enorme retrato de Tchaikovsky contemplaba la escena. El primer premio quedó desierto.

Por la parte trasera del edifico pequeñas huellas se perdían en la nieve. Eran ellos. Eran libres.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.