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Insensatez / El descenso

Era un sueño recurrente lo que la asediaba cada noche. Afortunadamente desaparecía por la mañana al contemplar a su familia desayunar. Renovada, salía luego al mundo con el alma limpia, envuelta en fragante suavizante rosa.

Pero existía otra Anabel Oliveira; era alfanumérica, oscura y brillante como el petróleo. Era la Anabel Oliveira que existía para gobiernos, corporaciones y empresas; estaba hecha de búsquedas en la intranet, de correos electrónicos, de transacciones y mensajes, y existía en un mundo volteado junto a trillones de otros perfiles.

La noche antes hizo el amor. No hubieron jaquecas; tampoco achaques, y gozó igual que a los veinte. Acabó dormida en brazos de su pareja. Despertó hambrienta y descansada, parecía estar ante la primera mañana del universo. Un hilo de bossa nova la condujo hasta la radio de la cocina. Allí estaba sentada otra Anabel Oliveira, a la que su hijo decía “mamá”.

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Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece.   Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.

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