Olvidó con facilidad que durante aquel
atardecer de verano la luz del sol se hundía pacientemente tras los
edificios a sus espaldas. La luz no era exactamente del color de los
melocotones maduros, pero se le parecía mucho. También olvidó la inflexión de sus palabras, o el ángulo de su mirada, el diminuto músculo que anticipaba su sonrisa, el sabor del dulce y cremoso helado; apuntes todos, fugaces, tomados al vuelo
antes de desaparecer. Sucedió lo mismo con el vestido, el único vestido verde
que se paseó por las calles durante aquellos meses y que nunca más volvió a verse.
Es 1876 en una ciudad europea, a la que la inercia cognitiva nombra como París, y que seguramente lo sea; de camino a una librería con una estrecha y alargada puerta
de cristal y bronce que muestra un elaborado trabajo de forja. Al entrar suenan unas
campanillas iguales que las que todavía hoy en día pueden escucharse en algunos
comercios antiguos. No hay muchos visitantes. Sobre las robustas mesas reposan
cientos de libros y los pasos crujen bajo la madera oscura y gastada. Ella desliza
la mano recorriendo las tapas de los solemnes volúmenes perfectamente apilados; las caligrafías y las cenefas de las tapas tienen un dorado similar al oro
viejo. En ese momento la tienda de libros huele a papel impreso y a perfume. Su
mano se detiene ante un libro, lo saca de entre el resto y acaricia su cubierta
rugosa; cierra los ojos, parece que pueda leer sus páginas sin ni siquiera
abrirlo; dice algo al oído de su acompañante, que responde en voz
muy baja. Sonríen. Nunca conoceremos el título de ese libro. No importa lo
mucho que nos acerquemos, que nos inclinemos o que giremos sobre su figura para
saberlo. El libro, permanecerá sujeto contra el vestido verde a la altura del pecho y nunca se moverá
de allí.
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