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La Estación Blanca


La Estación Blanca fue fotografiada por última y única vez desde el espacio por un satélite canadiense en 1994. La imagen, no muy definida, muestra una construcción translucida y blanquecina de aristas vivas y sencillas formas rectangulares. Dos segundos después, en la siguiente instantánea, la estación ha desaparecido. Me reúno en Mongolia con una tribu de nómadas que aseguran haberla visto. Rebusco en mi bolsa de viaje una botella de agua. Hay un torneo con caballos y jinetes, casualidad, en mitad de esta llanura vibrante y anómala. No he visto nada avanzar más rápido en toda mi vida. Un Ferrari en mitad del desierto no tiene valor, pero un caballo es un tesoro. Dentro de la caravana encuentro a los testigos. Parecen haber estado años enteros allí sentados, esperándome. El guía me traduce que no la busque, no existe; La Estación Blanca es un estado de la mente.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.