La Estación Blanca fue
fotografiada por última y única vez desde el espacio por un satélite canadiense
en 1994. La imagen, no muy definida, muestra una construcción translucida y
blanquecina de aristas vivas y sencillas formas rectangulares. Dos segundos
después, en la siguiente instantánea, la estación ha desaparecido. Me reúno en
Mongolia con una tribu de nómadas que aseguran haberla visto. Rebusco en mi
bolsa de viaje una botella de agua. Hay un torneo con caballos y jinetes,
casualidad, en mitad de esta llanura vibrante y anómala. No he visto nada
avanzar más rápido en toda mi vida. Un Ferrari en mitad del desierto no tiene
valor, pero un caballo es un tesoro. Dentro de la caravana encuentro a los
testigos. Parecen haber estado años enteros allí sentados, esperándome. El guía
me traduce que no la busque, no existe; La Estación Blanca es un estado
de la mente.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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