El coño de la geisha era un
triángulo negro, asemejaba un elaborado adorno que recortaba su piel; la más blanca
del distrito de Gion. Antes de despedirse, Keiko le dejó acercarse y un vello
finísimo acarició las mejillas de Hiroshi, que ardían de rubor.
A la semana siguiente Hiroshi
repasaba los nombres de la flota norteamericana a los mandos de su caza Zero. Un
divino viento conducía al disciplinado enjambre de aviones hacia su destino. El
océano, visto desde las alturas, se extendía inmutable como el hogar eterno en
el que pronto entrarían. Nunca más pasearé con Keiko bajo los sauces, pensó,
mientras el motor rugía ajeno a sus cavilaciones. Hiroshi quitó la cinta de
segura victoria que ceñía su frente y soltó las bombas sobre el vacío; abandonó
entonces la formación de su escuadrilla y enderezó la hélice de su Zero rumbo
al sol, hasta desaparecer en la luz.
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