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La geisha y el kamikaze

El coño de la geisha era un triángulo negro, asemejaba un elaborado adorno que recortaba su piel; la más blanca del distrito de Gion. Antes de despedirse, Keiko le dejó acercarse y un vello finísimo acarició las mejillas de Hiroshi, que ardían de rubor.

A la semana siguiente Hiroshi repasaba los nombres de la flota norteamericana a los mandos de su caza Zero. Un divino viento conducía al disciplinado enjambre de aviones hacia su destino. El océano, visto desde las alturas, se extendía inmutable como el hogar eterno en el que pronto entrarían. Nunca más pasearé con Keiko bajo los sauces, pensó, mientras el motor rugía ajeno a sus cavilaciones. Hiroshi quitó la cinta de segura victoria que ceñía su frente y soltó las bombas sobre el vacío; abandonó entonces la formación de su escuadrilla y enderezó la hélice de su Zero rumbo al sol, hasta desaparecer en la luz.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.