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La montaña y la tuneladora


A falta de treinta y nueve metros para alcanzar el centro de la montaña la maquinaría resopló y se detuvo en silencio. El ingeniero se quitó el casco y rascó su calva empapada; en la cuadrilla, los obreros miraban incrédulamente. La tuneladora no pudo avanzar más allá de aquel punto. Las posteriores e insistentes detonaciones con explosivos, cada vez más potentes, no consiguieron brecha ni grieta en el macizo rocoso, que resultaba infranqueable. Muy cualificados geólogos analizaron cada centímetro de piedra, pero los muchos números y mediciones no pudieron explicar  su inconcebible resistencia. Y allí quedó. El contratiempo obligó a cambiar la planificación de la ruta comercial que hubo de desviarse varios kilómetros. Finalmente, las obras acabaron con algunos años de retraso respecto al plan original. Ahora los trenes atraviesan el desierto como ciempiés infatigables, acompañados de una obstinada carretera que discurre en paralelo. Viejos y delgadísimos zahoríes tatuados cruzan de tanto en tanto el lugar vestidos únicamente con taparrabos, pegan la oreja al suelo y escuchan. El corazón de la montaña guarda la pena del mundo, no se puede atravesar.

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Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.

Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.