A falta de treinta y nueve metros
para alcanzar el centro de la montaña la maquinaría resopló y se detuvo en
silencio. El ingeniero se quitó el casco y rascó su calva empapada; en la cuadrilla, los obreros miraban incrédulamente. La tuneladora no pudo avanzar más allá de aquel
punto. Las posteriores e insistentes detonaciones con explosivos, cada vez más
potentes, no consiguieron brecha ni grieta en el macizo rocoso, que resultaba
infranqueable. Muy cualificados geólogos analizaron cada centímetro de piedra,
pero los muchos números y mediciones no pudieron explicar su inconcebible resistencia. Y allí
quedó. El contratiempo obligó a cambiar la planificación de la ruta comercial
que hubo de desviarse varios kilómetros. Finalmente, las obras acabaron con
algunos años de retraso respecto al plan original. Ahora los trenes atraviesan
el desierto como ciempiés infatigables, acompañados de una obstinada carretera
que discurre en paralelo. Viejos y delgadísimos zahoríes tatuados cruzan de
tanto en tanto el lugar vestidos únicamente con taparrabos, pegan la oreja al
suelo y escuchan. El corazón de la montaña guarda la pena del mundo, no se
puede atravesar.
Comentarios
Publicar un comentario