Se alejó de los corrillos que la
acusaban. La ofensa, cuervo solitario, sobrevolaba su cabeza. Por supuesto
irían a buscarla y ya acusada recorrería las calles en silencio y a
trompicones, puertas cerradas y ventanas cegadas. Nadie quería ver, pero todos
sabían que alguien sabía algo que le dijo un alguien que otro vio, eso y sus
libros y que no compartía su lecho. Llegó a la celda infectada de ratas,
humedades, abusos, golpes en las rodillas, escupitajos. Su larga melena cortada
a tijeretazos mientras la leña se acumulaba en la plaza, mientras el pueblo
dormía y se desayunaba día tras día hogazas untadas de mermelada. Juicio,
acusación y sentencia, batallas de ángeles, demonios; virtudes, pecados y
salvación: todo por escrito. El fuego purificador estaba dispuesto, el pueblo
estaba dispuesto, los piadosos estaban dispuestos, los justos estaban
dispuestos; el tabernero humillado, el alguien, él, también lo estaba. Que
arda.
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