Faltaban cinco minutos. El
torturador, oculto tras una máscara kabuki, echó una ojeada a su exclusivo
reloj de pulsera japonés. Cuando acabó de desenredar los cables del pequeño
dispositivo de descargas eléctricas escogió un disco y dejó caer la aguja en la
última canción del vinilo. En la habitación de al lado un cuerpo amordazado y
surcado de cuerdas y nudos pendía cabeza abajo. Se asemejaba a una crisálida de
cuero negro y brillante que oscilaba entre gimoteos colgada de un gancho
anclado en el techo. Las ataduras se hundían en su carne enrojecida y por su
frente rodaban lágrimas negras de éxtasis mezcladas con rímel, sudor y saliva.
La máquina de los prodigios resopló cansada. La aguja del tocadiscos había
llegado al final del disco y repetía un ciclo infinito. El torturador abrió la
puerta de la celda, una nube de pequeñas mariposas blancas aleteaban en su
interior.
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