Todo esto sucedió, más o menos, durante mi separación. Sin poder dormir, empecé a frecuentar la única biblioteca nocturna de la ciudad. Al
principio me sentaba en los sillones, ojeaba semanarios y miraba discretamente a
los que como yo pasaban allí su desgracia; luego, durante doce años, me
acompañé de un atlas gigante con láminas a todo color. Cuando regresaba al hogar
Bostwana y Bangladesh pateaban mi cabeza, así olvidaba que ella se había
marchado. Me trabajé cierta cuota de respeto: los veteranos empezaron a
llamarme jefe. No salía, no comía, y
por supuesto tampoco dormía; olvidé mi nombre, el de ella y el aspecto de mi
reflejo; pero conocía todos los nombres del mundo. Tras doce años pisé la calle
de nuevo. No supe lo que hacer con tanta luz. Miré mi ropa, estaba gastada y
afeada por lamparones; quise escuchar el Tristán, pero me deshice por el
camino.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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