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Los días perfectos

Mordaki, Forbele, Mixito, Durzzi, Jaghanax, Trujzeh; todas ellas eran para los días corrientes. A Xantax la guardaba para sus libranzas. Esos días Tyler iba con ella al museo, y cuando oscurecía regresaban a casa, encargaban algo de cenar y después veían una película que nunca terminaban. Él desconectaba y Xantax fumaba en silencio; luego ella desaparecía por el corredor.

Tyler empezaba todos los lunes en la soledad del piso setenta y cuatro del edificio Bradbury. Al poco entraba Mordaki buscando su desayuno. Era un apartamento silencioso dentro de un mundo que no hacía ruido. Mientras él computaba datos, ella le contaba fragmentos de sueños; muy humano, concluyó Tyler, que siempre escuchaba activamente la narración de aquellos sueños. Se detuvo entonces por un momento y analizó el vacío de su interior metálico. Tyler el robot. El momento sucedió idéntico y al mismo tiempo en todas las plantas de todos los edificios del distrito, de la ciudad, del país, del continente; del mundo. Al nanosegundo de su hallazgo, Tyler, fue desactivado.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.