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Los días perfectos

Mordaki, Forbele, Mixito, Durzzi, Jaghanax, Trujzeh; todas ellas eran para los días corrientes. A Xantax la guardaba para sus libranzas. Esos días Tyler iba con ella al museo, y cuando oscurecía regresaban a casa, encargaban algo de cenar y después veían una película que nunca terminaban. Él desconectaba y Xantax fumaba en silencio; luego ella desaparecía por el corredor.

Tyler empezaba todos los lunes en la soledad del piso setenta y cuatro del edificio Bradbury. Al poco entraba Mordaki buscando su desayuno. Era un apartamento silencioso dentro de un mundo que no hacía ruido. Mientras él computaba datos, ella le contaba fragmentos de sueños; muy humano, concluyó Tyler, que siempre escuchaba activamente la narración de aquellos sueños. Se detuvo entonces por un momento y analizó el vacío de su interior metálico. Tyler el robot. El momento sucedió idéntico y al mismo tiempo en todas las plantas de todos los edificios del distrito, de la ciudad, del país, del continente; del mundo. Al nanosegundo de su hallazgo, Tyler, fue desactivado.

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La orquesta del gulag

Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece.   Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.

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