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Los gemelos del Borsum


Uno nunca está preparado y el otro es un zopenco”, se quejó amargamente el director de pista. “Bajaron a la ciudad”, dijo la voz aflautada de un diminuto jockey a lomos de un caballo enano. Los gemelos del Great Borsum Circus & Co. estaban unidos por la nalga y habían crecido sin nombre. Se habían llegado hasta la metrópoli amparados por las sombras nocturnas. El enjambre de vehículos a motor zumbando entre los ríos de gente ofrecía una función más grande y salvaje que aquella donde les hacían dar volteretas. Miraron desconfiados los relumbrantes carteles llenos de luz eléctrica y ocultos en un callejón esperaron su momento pacientes. No tardaron en ver a la cigarrera rubia de pálidos ojos verdes, solitaria y cansada. Se acercaron con sigilo, disimulando la cojera. Ella lo supo enseguida; al verlos venir su mercancía cayó al suelo. Gritaron y se abrazaron como una familia largo tiempo separada.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Hombre bala

  Se acerca la hora del cañón, y en su interior, como siempre antes del lanzamiento, el hombre bala repasa sin mucho entusiasmo los deshilachados hitos que tachonan su vida. «Por si tengo un mal aterrizaje», se dice. Y mientras el maestro de ceremonias detalla la parábola del vuelo, en e l centro de la explanada, remarcado por un solitario foco, han dispuesto al imponente cilindro. El foro enmudece tras una pausa reverencial, y un atronador estallido sacude entonces las tribunas. Como un obús, el hombre bala atraviesa la humareda. Se proyecta velocísimo. Rebasa la colchoneta que lo aguarda fuera de la pista; queda atrás el parking de caravanas y el recinto ferial, y los días mohosos y las tardes de espera. Vuela muy alto, donde nada puede tocarlo, hasta desaparecer sobre un estrépito de aplausos. De la caseta de tickets escapa un pálido suspiro; «qué suerte... ese ya no ficha mañana».