No me resignaba. Empecé a caminar
por las noches. A esas horas la ciudad desagua sus aguas negras. Un sudor
oscuro inunda las calles y llega hasta los tobillos. Esta ciudad no puede ser
verdad, me repetía con cada paso. Pero era real, igual que mi insomnio. Cada
noche me sumergía un poco más, llegaba más lejos, a calles más profundas. La
humanidad es un ronquido largo y ominoso. Fumo un pitillo apostado en una
barandilla metálica mientras la garganta subterránea se traga el torrente a
bocanadas. Mi pensamiento flota en la corriente junto a crestas de espuma
sucia.
El sol resplandece al día
siguiente; también la ciudad, clorada y renovada, dispuesta para sus
industriosos habitantes. Los ruidos de millones de desayunos y de cisternas
matinales resuenan bajo el cielo plastificado. El dedo divino dispara neutrones
y todas las pantallas se iluminan. Estoy mojado y mi ropa manchada.
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