Las contraventanas golpeaban los
cristales del sombrío manicomio, un edificio centenario, desterrado de las
rutas comunes, protegido por una lóbrega arboleda que acechaba a propios y
extraños. Era un mundo prohibido que médicos y enfermeros habían abandonado; los
gritos desgarradores, las presencias y el inhumano sufrimiento que se respiraba
en el interior resultaban asfixiantes. Así se levantó un muro alrededor de
Nazarín, dejando que los internos fueran consumiéndose en su locura, devorándose
unos a otros hasta desaparecer por completo.
Pasaron décadas y generaciones; Nazarín
fue sepultado en el olvido y convertido en leyenda negra. La guerra
castigó con dureza la región y el imparable avance de las tropas nacionales derrumbaría
el muro protector tras los bombardeos. La pequeña avanzadilla falangista que se
guareció durante la noche en la capilla del viejo manicomio abandonado nunca
saldría de allí. Dentro de Nazarín seguían vivos y seguían comiendo carne... humana.
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