La procesión detuvo su marcha un
momento junto al vetusto batiscafo que yacía sepultado bajo el peso del océano.
Los huesos del capitán Erkiaga permanecían aferrados al timón del sumergible,
ignorando la brecha que deformaba aquel ingenioso cilindro metálico así como
los diminutos peces y formas de vida que lo rodeaban en cerrada y silenciosa
oscuridad. Acto seguido la procesión siguió su curso sobrevolando a baja altura
el golfo de Bizkaia hasta adentrarse en la costa; allí, una anciana,
indiferente a las luces que se dirigían rumbo a las montañas, pasaba las
quejumbrosas páginas de un viejo álbum y sus gruesas lentes se empañaban al
verse en las fotografías junto a un joven y apuesto guardiamarina.
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