Su cara le resultó familiar pero
no tanto como para recordarla, era un rostro más, uno de tantos. La casa junto
al acantilado guardaba las caras de todos a pesar de que el tiempo y la
humedad las cubriera de niebla y olvido. En invierno era un lugar inhóspito,
desapacible, los rugidos del oleaje acompañaban sus interminables horas de
soledad. Al caer la noche, en el pequeño teatrillo del sótano, sacaba a los
veraneantes de sus cajas y los vestía con llamativas ropas de baño, gafas de
sol, toallas… No faltaba la arena, ni viejos discos de Beach Boys que sonaban
mientras el temporal azotaba las ventanas y silbaba por debajo de las puertas.
Paseaba con su bebida entre caras ausentes, se interesaba, preguntaba y estrechaba
las manos resecas. Pero al amanecer le desanimaba profundamente no saber nada
de ninguno de ellos y los guardaba de nuevo en sus cajas.
Comentarios
Publicar un comentario