Todo volvió a la normalidad cuando la viuda Mildred metió entre las
cejas del predicador un cartucho del diez. La había estado rondando durante el
último año como una culebra Biblia en mano. La casa era la única que se
mantenía en pie en aquel desierto inanimado, unas tierras que no valían ni las
cuatro gotas de lluvia que caían al año, pero allí había sido su vida con Henry. A sus
ochenta años le gustaba sentarse en la mecedora del porche y ponerse en
perspectiva, quería llevarse una buena impresión de sus días en este mundo.
Mildred miró el cuerpo del predicador enfundado en su levita negra,
estaba echado en tierra y agarraba la biblia con fuerza. Ella sabía que no era
un predicador, al menos no era un predicador de verdad; los predicadores de
verdad no guardaban cheques firmados por petroleras dentro de una Biblia.
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