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La mancha en la moqueta era la única imperfección en las muy blancas oficinas del Banco Mundial en Ginebra. La mancha no oscurecía no se resecaba y permanecía inalterable, como recién hecha. El jefe de todo aquello la veía a diario en el pasillo que daba a su amplio despacho, en su edificio. La pisaba siempre que podía, aplastándola indistintamente con la suela de cualquiera de sus dos brillantes y perfectos zapatos de piel natural. Podría haber ordenado cambiar la moqueta, o toda la planta; el edificio entero si hubiera querido. Pero el señor presidente disfrutaba aplastándola. Tenía la creencia de que cada pisotón le arrebataba unas cuantas fibras de suciedad. Así la estrangulaba bajo su zapato, con adquirido disimulo, parándose ante ella con cualquier excusa. Pero nunca consiguió borrarla. Aquella mancha en la moqueta era el único centímetro limpio de un lugar manchado hasta los cimientos.

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Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.

Sueños al vacío

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