Nadie se había dado cuenta que
una mujer, Milena Jelinek, manejaba el Teatro Negro de Praga. Allí, a oscuras, un
animoso grupo de turistas contemplaba entre cuchicheos la ceremonia de luces y
sombras. Veían algo, pero ninguno la misma cosa; y cualquiera habría jurado que
la propia escena flotaba fuera del tiempo, porque ellos mismos también flotaban.
Milena pateó su baúl y siete marionetas salieron volando. Eran siete pequeños
esqueletos con siete espadines. Saltaron de cabeza en cabeza: cortaron,
pincharon, y rajaron. La gran sombra fue llenándose de peces azules y amarillos,
algas luminiscentes, turistas, dedos, orejas y lenguas. Todo flotaba en la
negrura, como en una sopa macabra. Hasta que Milena encendió las luces y los
turistas salieron del trance. Palparon sus manos; buscaron también sus orejas,
que estaban donde siempre. Qué alivio. Había sido una ilusión. Un engaño. Pero sin
embargo, cuando intentaron hablar…
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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