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Teatro de sombras


Nadie se había dado cuenta que una mujer, Milena Jelinek, manejaba el Teatro Negro de Praga. Allí, a oscuras, un animoso grupo de turistas contemplaba entre cuchicheos la ceremonia de luces y sombras. Veían algo, pero ninguno la misma cosa; y cualquiera habría jurado que la propia escena flotaba fuera del tiempo, porque ellos mismos también flotaban. Milena pateó su baúl y siete marionetas salieron volando. Eran siete pequeños esqueletos con siete espadines. Saltaron de cabeza en cabeza: cortaron, pincharon, y rajaron. La gran sombra fue llenándose de peces azules y amarillos, algas luminiscentes, turistas, dedos, orejas y lenguas. Todo flotaba en la negrura, como en una sopa macabra. Hasta que Milena encendió las luces y los turistas salieron del trance. Palparon sus manos; buscaron también sus orejas, que estaban donde siempre. Qué alivio. Había sido una ilusión. Un engaño. Pero sin embargo, cuando intentaron hablar…

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.