Abrió la caja y dijo: “Aquí tenemos su nueva alma”. Todos los presentes se acercaron
con precaución y asomaron sus mostachos canosos. En su interior apenas si podía
verse una minúscula hebra de vapor a punto de deshacerse. Llevaron la caja a
toda prisa hasta el lecho del acaudalado y viejo carcamal Gordon Plymouth III,
que agonizaba sin remedio. Le acercaron la caja despacio hasta sus resecos
labios febriles. El tembloroso anciano sorbió aquella hebra de vapor como si de
una sopa se tratara. Al instante sus ojos se inyectaron de brillo, las
profundas grietas de su piel cuarteada desaparecieron y un vigor inusitado
recorrió todos sus miembros. Mientras tanto, en la planta baja y en un oscuro
rincón de la exquisita biblioteca eduardiana, una pordiosera se desangraba
entre el brillo de los escalpelos y los bisturíes con el vientre abierto en
canal mientras acunaba un feto sin vida.
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