El tornado se llevó por los aires a la única vaca en la granja. A
pesar del mucho sudor, del cansancio y del mucho polvo; a pesar de todo, fue la
vaca y no Willy McDougal; pelirrojo escocés, sucio y bebedor, quien pasó volando
a metros de altura por encima de los tejados. Maldijo su suerte, a su amor
reñido, y a su botella, por no ser él la vaca. Y por no tener ya la vaca, y
también a causa del tornado, comieron pan con arena y hormigas, y excepcionalmente alguna
alimaña frita; nada de leche cremosa.
La vaca de los McDougal voló por medio país. Mientras rumiaba por
enésima vez su último bocado de Kansas contempló ciudades y estados que ni padre ni madre verían jamás de los jamases. Willy se echó a los caminos para traerla de vuelta. En las
afueras de las ciudades, en las lindes, tirados en los caminos y andurriales,
vio las hileras de los desposeídos. Nunca regresó a la granja. Arrojó la
botella a una cuneta, también a su amor reñido y maldecido. Se hizo bautizar a
los cuarenta y cinco años. Tomó los votos. Predicó la palabra.
Finalmente, tras muchas millas y días, la vaca se precipitó contra el
suelo de Wall Street. Sus huesos sonaron con un crack de fardo pesado. Fue un
sonido muy parecido al que hacían los hombres que tras perderlo todo se arrojaban
al vacío, estrellándose contra las desesperadas calles de Nueva York.
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