El revisor clavó su mirada en el
grupo de pasajeros; estaban apoyados unos contra otros igual que fardos,
mecidos por el efecto de la locomoción. Los que no podían dormir callaban y
tragaban el silencio, o miraban al suelo, extraviados. El tren escapaba a toda velocidad,
atravesaba tierra oscura y quemada; la misma que días atrás fuera una mansa
llanura donde crecía el trigo y la cebada. A vista de pájaro, o de un demonio,
la maquinaria tenía el aspecto de una larga serpiente enfurecida avanzando
entre rescoldos humeantes. Ráfagas de un paisaje negro se sucedían en las
ventanillas. La nube sombría cubría medio país, y por debajo de aquella temible
bóveda no podía distinguirse noche o día. Así, durante cinco jornadas, se
estremecieron manejando su propia insignificancia y el sinsentido. El revisor miraba
con inquietud su reloj de mano, se quitaba la gorra y volvía a cubrirse; como
si el tiempo significara algo, como si la empresa para la que trabajaba
siguiera en pie. Por vez primera experimentaban la angustia de estar a bordo de
un tren del que no conocían el destino.
La locomotora silbaba con urgencia antes de adentrarse en los túneles, luego silbaba aliviada al salir a la luz; luego descendía otra vez la oscuridad y también luego regresaba la claridad. Un respiró llego al sexto día. Matorrales fugaces y árboles salieron de la nada para acompañarles a ratos. Quedaba atrás la devastación de los fuegos, pero sus efectos todavía vibraban en el horizonte. Sin ningún tipo de aviso, el tren se detuvo. Sorprendido, el revisor acudió a toda prisa hasta la locomotora mientras todo el pasaje se agolpaba contra los cristales. Gritaban como en los primeros días de la catástrofe o incluso peor. El maquinista corría en campo abierto con un revolver en la mano, y tras una torpe carrera había caído al suelo fulminado. A pesar de que nada lo impedía, nadie tuvo valor para bajar del tren; excepto el revisor.
Lo primero que notó fue que las piernas le fallaban al contacto con la tierra firme. Había estado huyendo sin descanso durante días sobre una plataforma en movimiento, pues los vagones no eran más que eso. Lo segundo fue el silencio; parecía que el mundo estuviera esperando a ser descubierto, o bien llevaba abandonado desde hacía mucho tiempo. Lo tercero fue que los raíles desaparecían bajo un muro tan alto que tocaba el cielo.
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