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Agualuz

La cámara, una novedosa caja negra con lentes, captura la imagen de Maurice: anarquista de ojos pequeños y redondos; sus documentos indican 56 años, pero su carne todavía es dura. Cuando no parece estar divagando se muestra violento, por esa razón se encuentra bien atado a la silla y recluido en el asilo. Una garra de madera y cuero aferra su cabeza al asiento. Al recibir la descarga su rostro se desencaja, surge entonces desde las profundidades del dolor una máscara grotesca, inhumana. Tras el electrochoque Maurice es devuelto a su rincón. Incluso aturdido puede oler la mierda y escuchar los gritos y los porrazos.
Arriba, días más tarde, proyectan la filmación en una salita privada. La luz pasa por encima de las calvas académicas y atraviesa el humo de los habanos. Abajo, el agualuz corre hacia el desagüe del patio, forma un reguero luminoso y eléctrico que los guardianes evitan pisar.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.