La figura iluminada del cowboy a la entrada del
centro comercial repetía su mensaje pregrabado. El mensaje se escuchaba cada vez que alguien, algo,
pasaba por debajo, y al acabar enfatizaba la marca del anunciante. No muy lejos de allí,
en la zona verde, había un montón de esterillas de yoga y mochilas tiradas en la hierba; un grupo de personas había formado un círculo cogiéndose las manos. A una nube panzona la empujaba el
viento. El trap se escapaba de un coche que pasaba, al alejarse dejaba en el
aire una franja de sonido blanda y desigual que se mezclaba, intermitente, con
el mantra de al lado. Un jubilado solitario compraba un menú en la hamburguesería. Los
niños pegaban su nariz al cristal de la tienda de mascotas.
La nube se abrió en silencio y el cowboy de metal y neón ascendió hacia ella como elevado por ángeles. Se desplazaba despacio sobre las cabezas, que desde lo alto se veían diminutas, repitiendo su mensaje universal. Si alguien se hubiera dado cuenta le habría parecido que, sin duda, aquel cowboy se alegraba por irse.
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