Cuéntame cómo pasó, preguntaba cada día. La voz siempre la acompañaba camino al
trabajo. Era una voz dentro de su ser, una voz sin dimensión y que no sonaba,
pero que ella entendía con claridad. Para no escucharla, Paula empezó a usar casquitos
con música a todo volumen. Con cada paso la ciudad le mostraba una laboriosa compañía de figurantes
moviéndose en armonía y al ritmo de la música, incluso a destiempo; eran cientos de figurantes, muchos más en realidad, y su movimiento nunca cesaba.
Aquella innumerable compañía la
decepcionaba la mayor parte de las veces. Paula dejaba
pasar aquella derrota. No le daba vueltas porque apenas reconocía caras entre aquellas
comparsas. Era mucho mejor la voz amable que le preguntaba, Cuéntame cómo…
Hacia mitad de trayecto destacaba un importante cruce de calles y siempre esperaba con ilusión el
momento de avistarlo. El cruce, muy transitado, era feo, pero creaba un amplio espacio
central que recortaba el cielo y que enmarcaba la tibia luz de Enero. A su
alrededor se agrupaban corpulentos edificios ahogados por la polución. Tras sus fachadas se hacinaban pequeñas oficinas, idénticas y de aspecto tedioso, que oteaban desde
lo alto la incesante actividad; Paula nunca había visto nadie al otro lado de los cristales. Allí parada,
esperando el cambio del semáforo, metía las manos en los bolsillos y rozaba las costuras con la punta de los dedos. El lugar le gustaba, la tímida luz que no calentaba
le parecía suficiente, porque allí la voz callaba; era el único momento.
Pasado el cruce, la voz seguía hablándole. Dentro del supermercado donde compraba a diario su almuerzo, la
voz se volvía ininteligible, ruidosa y grosera, así que pasaba muy rápido por
los pasillos repletos de envases. Todo estaba apilado como ladrillos de
un muro estrafalario. Nada de allí se parecía remotamente
a la comida, pensaba. Y un poco antes de la salida, al pagar, leía en los labios de los empleados las mismas palabras, Gracias, Buena
tarde; la miraban mal porque no se quitaba los casquitos mientras le hablaban. Así se acercaba a su destino, con un zumo pequeño y un cruasán. Aquel
día, sin mucho pensarlo, dejó atrás la puerta del trabajo y
siguió caminando. Fue extraño, muy extraño. Las calles se hicieron más
vibrantes y los figurantes de la compañía parecían repentinamente crispados. No
era un terremoto, pero algo parecido a un temblor amenazaba con derrumbar todo
lo que se mostraba ante los ojos de Paula ¿Y qué habría detrás?
Al ir avanzando se encontró en lugares
de la ciudad por los que, a causa de su horario, nunca andaba. Era
revelador. La ciudad le parecía otra. La voz seguía preguntando, Cuéntame cómo... pero en un susurro, sin molestar. Sentía una pequeña satisfacción, algo parecido a una victoria, que en su interior ocupaba más espacio que el
miedo a la muy segura sanción laboral que la aguardaba a su regreso. Mordisqueó
un cuerno del cruasán, tiró el resto y apuró el brik de zumo. Las piernas le
pesaban, pero siguió callejeando. Dejó atrás plazas y fuentes, callejones decrépitos, vecindarios de bloques, pasos subterráneos y alguno elevado, oficinas bancarias con cartones y trapos sobre los que dormían los desposeídos, jardines
donde nunca entraba la luz de sol, negocios abandonados, arquitecturas vulgares
y solares ruinosos; todo hasta llegar a lo que ella consideraba el
final de la ciudad: el mar.
Pasaban unos cuantos minutos de la media de la media tarde. La música cesó, y se quitó los casquitos. Estaba frente al mar y era tremendo y terrible. Una gran congoja la envolvía con cada bocanada de aquella respiración monstruosa y pesada, pero también un
gran alivio. Qué grande era. Se acercó hasta la orilla. Los desconocidos la
miraban desde lejos, como si aquello fuera lo más raro del mundo.
Hacía frío y la luz se escapaba. El agua era de color gris, se
acercaba y se retiraba, y al hacerlo dejaba restos de espuma sobre la arena
oscura; olía a mar, a creación y caos; a vida en descomposición.
Cuéntame como pasó… Paula llevaba todo el día
callada, carraspeó, como si fuera a decir algo. Su memoria la condujo hasta la profundidad del tiempo, allí hundido descansaba un tesoro baldío, entre pálidos destellos de inservible belleza; rodeado de nada.
El mar respiraba profundamente. La costa se oscurecía. Entonces Paula se despidió. Dijo adiós con la voz ahogada. Se
alejó en silencio, sin escuchar ninguna voz que le preguntara.
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