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Blue Gardenia


El tiempo se detenía cada vez que la chica se marchaba. Raymond la seguía con la mirada hasta que la melena rosa desaparecía tras una gruesa cortina de lluvia. Siempre era Crystal, aunque ella nunca recordaba haber estado allí. De igual manera que las tormentas eran generadas y programadas para descargar por la noche por la Storm Electrica en el área de Los Ángeles, Blue Gardenia estaba especializada en servicios de compañía y disponía de un amplio catálogo, por supuesto, ninguna de sus unidades era humana.

Crystal dejaba la gabardina empapada dentro de un armario al llegar al Blue Gardenia, y el resto de cosas, incluida la peluca, las depositaba en un pequeño prisma que desaparecía tras la pared; se introducía luego dentro de una vaina de forma ovalada que se inundaba con fluido reparador y que la encerraba herméticamente. Su visión entorpecía mientras los restos de su memoria se diluían junto con las impurezas. El recuerdo que más se resistía a desaparecer siempre era el de Raymond, al hacerlo el tiempo se detenía para ella.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.