Allí dentro había alguien más. No
era una impresión volátil, lo sentía de verdad. Era muy posible que el divorcio le
estuviera afectando. Se había vuelto huraño y desconfiado, vivía entre
penumbras y no dejaba entrar a nadie en la casa. Si afinaba el oído escuchaba una pequeña respiración que le
desquiciaba los nervios, de por sí aguzados por el insomnio; sonaba como un bebé cargado de flemas; y aunque solucionó el
problema con unos tapones para dormir, aquello, lo que fuera, continuó
respirando, cuajándose de vida junto a sus desvelos. Llegó el día en que lo
despertó una tos ronca. Miró primero bajo cama, por un renovado temor infantil.
Además de basurillas encontró una madeja de pelos y esputos; un cuerpo adulto,
enteramente formado por pelusas de ombligo y que luchaba por parecerse a
su exmujer. Quiso estar soñando, echar para atrás el tiempo, pero unas manos deshilachadas se deslizaban ya bajo su ropa.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
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