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El callejón de los adioses


La caja siempre estaba cerrada. No hablaba. No era asustadiza como el resto. Única y solitaria, ocupaba la balda más inaccesible de la oficina de cartas muertas. Era un cuartucho atestado, teñido por la macilenta luz de una bombilla, y donde un cerúleo oficinista guardaba la correspondencia extraviada. Cuando eso ocurría, nada más cerrarse la puerta acristalada, se alzaba un inevitable corrillo de voces temerosas y diminutas. ¡Silencio he dicho! ordenaba un fardo derrengado desde uno de los rincones. Y entonces las voces callaban.
Al llegar los fríos el cuartucho era purgado y cargaban las sacas colmadas hasta un callejón cercano. El silencio invernal dejaba escuchar las grullas, pero también el quejoso rechinar de la herrumbrosa caldera. Allí, al calor del fuego vivificante, los pálidos subalternos enumeraban sus achaques y echaban cuentas de sus salarios, mientras que en el temblor del papel reseco ardían, infelices, las caligrafías, las promesas y los adioses.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

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