Una noche la bibliotecaria se
despertó, levantó un extremo de la cortina y vio que la marea había subido
hasta inundar los bloques de apartamentos de siete alturas. Aunque solitaria, Chio
era una mujer de afilada belleza. De su espalda sobresalía una deformación, una
joroba que no permitía ver a nadie y que hostigaba con un rascador cuando se
ponía nerviosa. Ante su vista cansada pasaron automóviles mecidos por la
corriente, plásticos que devenían en figuras espectrales, y libros; un séquito
de libros al azar, abiertos como mariposas y que acompañaban el errático
deambular de los cadáveres que flotaban sin rumbo. Una ballena gris, que se lamentaba por las calles de la ciudad sumergida, fue a detenerse junto a la ventana. Permaneció observando a Chio con su enorme y abultado ojo, hasta que ella,
avergonzada, se ocultó tras la cortina. La ballena se retiró lentamente,
haciendo vibrar las profundidades oceánicas con aquellas palabras de Chio: «Menos
mi recuerdo por ti, todo ha cambiado».
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