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Kimi


Los acontecimientos precipitaron una crisis incipiente y en poco tiempo los cafés de los hoteles se llenaron de emisarios. Muchos de ellos fueron rápidamente desenmascarados por lucir extravagantes chisteras, pero uno, el más modesto, logró entregar su mensaje, traído desde Polonia en un tubito de fieltro.
«¡Encuentre al poeta cuántico!, Palacio truncado, Nocturnalia 15». Cuando lo hubo leído, Kimi, el apuesto espía siamés, prendió un cigarrillo y el humo moldeó una mano voluptuosa que lo guió hasta un jardín enrejado, allí desaguaba una espiral de música y sombras. Entró en la propiedad de un salto, sin que nadie lo impidiera. Durante años deambuló por la mansión, que era inabarcable. Abría puertas y subía escaleras. Ecos y libélulas rozaban la punta de sus orejas. Para cuando el final vino a llevárselo estaba ciego y desorientado, completamente perdido. Nunca encontró al poeta cuántico, pero le pareció escucharlo en cada salón vacío.

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Sueños al vacío

  Tras una noche de insomnio, la SATOR VERTICAL evidenció fallos en el envasado de los saquitos de pistachos al punto de sal de 150g, que henchidos de aire y únicamente con un par de frutos dentro, se amontonaban en el extremo de la cinta transportadora. Por su parte, VENDOR S.L. envió a su técnico, que ni encontró falla en la envasadora ni mal reglaje: La máquina no duerme por las noches, detal ló en su informe. Muchos kilómetros después, aburrido en LA CARRETA, mesón habitual de la ruta hacia Cáceres, Eugenio Mancebo, técnico de VENDOR S.L., pinchaba con su mondadientes uno de los saquitos defectuosos y caía dormido al respirar su contenido. En lo profundo del sueño, la envasadora confesó su legítima aflicción: atornillada al cemento, solo conozco esta nave… estas bolsas al vacío. Al despertar, el técnico de VENDOR S.L., se frotó los ojos sin entender nada.

Kedardo

Leche, cacao, avellanas y otras tantas cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina. Pasaría una larga temporada sopesando  si mostrarse a las nuevas personas. Pero antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.