Los acontecimientos precipitaron una crisis incipiente y en
poco tiempo los cafés de los hoteles se llenaron de emisarios. Muchos de ellos
fueron rápidamente desenmascarados por lucir extravagantes chisteras, pero uno,
el más modesto, logró entregar su mensaje, traído desde Polonia en un tubito de
fieltro.
«¡Encuentre al poeta
cuántico!, Palacio truncado, Nocturnalia 15». Cuando lo hubo leído, Kimi, el
apuesto espía siamés, prendió un cigarrillo y el humo moldeó una mano voluptuosa
que lo guió hasta un jardín enrejado, allí desaguaba una espiral de música y
sombras. Entró en la propiedad de un salto, sin que nadie lo impidiera. Durante
años deambuló por la mansión, que era inabarcable. Abría puertas y subía escaleras.
Ecos y libélulas rozaban la punta de sus orejas. Para cuando el final vino a
llevárselo estaba ciego y desorientado, completamente perdido. Nunca encontró
al poeta cuántico, pero le pareció escucharlo en cada salón vacío.
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