Cogió el antifaz y el
matasuegras, una sillita y un paraguas polvoriento. El matasuegras lo plantó en
la tierra seca, no muy lejos de casa, con
la boquilla hacia abajo, como especificaban las instrucciones. Luego se
sentó a esperar bajo el paraguas durante días.
—¿Qué, suena? — Preguntó el repartidor de
UPS, que una vez al mes pasaba por el lugar.
—No, nada.
—Al principio cuesta. Nueve meses
le tardó a los Mayoral.
Los dos hombres quedaron en silencio,
observando el brote inerme.
—El día menos pensado pitará y lloverá
a cántaros — le animó el repartidor mientras subía a la furgoneta —Ya lo verá.
Durante siete años Martín no se
quitó el antifaz, que era menester llevar puesto, pero ni una gota de agua alivió
la llanura. Solo veía el paraguas rodando por el desierto, libre y sin dueño,
junto a la sillita volcada por el viento.
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