Más tonto que Kostia no lo había;
quizá más allá de la linde, pero no entre ellos. No sirvo para maquinar en la
cúpula —decía Kostia enfundado en el rasposo saco de lana—, no sirvo para el
molino, las bestias me inspiran piedad y los hombres caballo me desprecian; soy
el más tonto de este lugar. Kostia, y qué te dicen los ababoles. Que salte la
linde, hermana. Pues entonces, debes saltarla.
Por la mañana, Oksana llevó ante
el ídolo dos conejos y un atado de rábanos. Luego acudió donde la cúpula. Tras
maquinar las horas regladas, le apeteció visitar el campito de amapolas donde
Kostia ensoñaba. Se acercó hasta la linde sabiendo que su hermano ya la había
saltado. Vetustos maderos la jalonaban; en uno, con mucho trabajo y un tosco
filo, habían grabado algo: las nubes corren veloces como los días. Oh, querido Kostia,
me hago vieja, y pensando eso, Oksana sintió una inédita soga de tiempo arrastrándola
hacia la nada. Y allí mismo, sobre las amapolas, dejó caer el cestillo y su túnica
roja.
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