Leche, cacao, avellanas y otras tantas
cosas inútiles y dulces no impidieron que Kedardo, que vestía sus flacos
alambres con un trocito de paño, llegara hasta el sofá para acomodarse con
placer en un pliegue de la manta junto a la inquilina con la que charlaba a
diario y que dormía profundamente ante las luces y voces de un televisor que
nunca descansaba. Kedardo rara vez tocaba a personas, pero era media mañana y
la inquilina no despertaba. Decidió subir por el brazo hasta llegar al cuello
y allí comprobó que la inquilina se había marchado. El fino alambre de Kedardo
se curvó bajo su pañito a cuadros y desde el hombro echó una mirada al
apartamento; habían sido buenos años. Volvería a la infame grieta de la cocina.
Pasaría una larga temporada sopesando si mostrarse a las nuevas personas. Pero
antes recortaría un pequeño cuadrado de suéter que llevaría consigo.
Nadie cree a Misha cuando dice que volverá a tocar. Uno de los guardas le asegura que hay instrumentos en el campo; el jueves le llevará y quizá le deje probar alguno. El jueves , repite una y otra vez, divagando sobre el día de la semana en el que se encuentra y lo que significa jueves cuando son idénticos los días. Misha mira a la nieve y la nieve enmudece. Ha pasado el otoño, y como la neumonía no ha acabado con Misha, es conducido hasta un casetón apartado del resto. Aquí es, le indica el vigilante, y entran. En el interior solo hay un arcón grande del que sobresale una trompeta. Al rebuscar, Misha también encuentra un polvoriento acordeón que se queja al moverlo, y desvaídos librillos de música, viejas partituras, y manos; muchos pares de manos, manos ennegrecidas , yertas y leñosas, manos cortadas, encurtidas por el frío.
Salgo a dar un paseo de madrugada, ha sido un día ajetreado, con este cansancio que me tumba creía que podría coger el sueño con facilidad pero algo, alguna insatisfacción íntima me ha desvelado.
ResponderEliminarSaliendo del portal y cruzando la calle levanto la vista y en toda la fachada sólo se ve una ventana con luz, una luz ténue, parpadeante. Es el cuarto B, es la sala de estar de la inquilina. Una televisión pequeña, de las antiguas, proyecta en silencio imágenes en blanco y negro, la inquilina dormita recostada entre cojines. Un momento de oscuridad en la pantalla, el clímax de la trama, le sigue un flash de luz, el de la revelación. Los rítmicos ronquidos de la inquilina se interrumpen, la inquilina entreabre los ojos. Sin incorporarse mira a su derecha, en el hueco del sillón, busca entre sueños la figura tumbada de Kedardo.
Ahí está.
Kupak, muchas gracias por la visita y por el relato.
EliminarLa tristeza me lleva en su saco.
Saludos...
Sea lo que sea no es para siempre, lo digo desde la experiencia personal. Puede durar un día, una semana, seis meses, una década, pero no es para siempre.
ResponderEliminarMucho ánimo.